“Uruguay debe reconocerse a sí mismo como lo que es sin vergüenza alguna, porque allí residen nuestras principales fortalezas, y por lo tanto nuestra identidad como país”.

Ing. Agr. Santiago Gutiérrez Silva | El cotidiano debate público en Uruguay suele transitar por la inmediatez de la agenda pública. Bailamos alrededor de la última declaración explosiva del dirigente de turno, usualmente frases enlatadas llenas de épica y poesía, con muy poca sustancia real y poco aggiornadas.

Vivimos enfrascados en discusiones sí políticas, o sobre política partidaria, pero poco sobre políticas públicas o visión estratégica de país.

Entonces, ¿existen hoy en Uruguay proyectos de país, que trasciendan los proyectos de poder, es decir el cómo llegar?

La bendita y tan importante estabilidad democrática uruguaya tiene una contracara difícil y negativa que es la pesada aversión al cambio de nuestro pueblo. Esa misma estabilidad y su consecuente miedo al cambio, se sustentan en la creencia inconsciente de que en Uruguay existen solo dos proyectos de país bien distintos a grandes rasgos, independientemente de cómo se alineen electoralmente los partidos, pero que dan meridianas certezas.

Por un lado el centenario y preponderante modelo batllista. Un país con una importante influencia europea en su estructura centralista, con una fuerte presencia y cobertura de un Estado grande y dirigista, urbano e industrialista, concentrando sus esfuerzos en la franja costera Colonia-Rocha, donde vive la inmensa mayoría de los uruguayos. En grandes términos el modelo que ha seguido el Uruguay entre los gobiernos colorados y frenteamplistas.

Por otro lado, un modelo de fuerte arraigo en sus tradiciones históricas y productivas en el interior del país, que apuesta a su identidad nacional y la producción de alimentos y servicios de exportación, con vocación federal y descentralizadora. Un modelo más liberal, de crecimiento “hacia fuera”. La perspectiva más blanca-nacionalista del proyecto país.

Por muchos años, en la discursiva hemos llevado al extremo la contraposición de estos dos modelos como opuestos y resaltando unos la imposibilidad y lo terrible del otro. Naturalmente el derrotero histórico, las emociones y la pasión han hecho mucho por hacer parecer paralelos estos caminos.

«Uruguay precisa de un Estado fuerte para un país planificado, regionalizado y descentralizado, con 4 o 5 ciudades de peso y dinámicas. Con acceso a educación de calidad en toda su extensión. Un Estado que avance agresivamente en inserción internacional y sus empresas públicas estén realmente al servicio de la gente y no sean un fin en sí mismo, entre tantos otros pendientes».

Lo cierto es que tienen de raíz concepciones históricas, filosóficas y teóricas bien distintas sobre quiénes somos y hacia dónde vamos, pero el largo y sinuoso camino recorrido hasta aquí, analizándolo racionalmente parece haber despejado algunas dudas prácticas al respecto.

Estos dos modelos no necesariamente son totalmente excluyentes. Uruguay ha encontrado fortalezas y seguridades, torpezas e ineficiencias enormes en la construcción de su fuerte estado como escudo de los más débiles, y ha demostrado en los hechos que su vocación productiva e identidad está en la producción agropecuaria, el turismo y la venta de otros servicios, principalmente. Un Uruguay que crece hacia fuera, entre otras cosas, por carecer de escala para un mercado interno de peso.

En este último punto se cruzan ambos caminos. La ausencia de ese mercado interno hace necesaria la presencia de un Estado fuerte (que no necesariamente es lo mismo que grande), que proteja a los más desfavorecidos y elimine las terribles diferencias de todo tipo, particularmente entre la capital y el interior, que dejó por el camino el modelo centralista. También hace necesario que ese Estado sea impulsor y socio de su más importante apuesta productiva: la producción agropecuaria, la atracción de turistas durante todo el año, la venta de servicios financieros y tecnológicos, y que a su vez aliente a un pujante sector audiovisual y a un universo cultural que tiene mucho para ofrecer y crecer. Uruguay debe reconocerse a sí mismo como lo que es sin vergüenza alguna, porque allí residen nuestras principales fortalezas, y por lo tanto nuestra identidad como país.

El cruce de caminos que hace de ese tercer modelo de país, precisa de grandes reformas en la estructura, organigrama y funcionamiento del Estado, que lo hagan fuerte donde debe estar y eficiente y ágil en toda su dimensión.

Uruguay precisa de un Estado fuerte para un país planificado, regionalizado y descentralizado, con 4 o 5 ciudades de peso y dinámicas. Con acceso a educación de calidad en toda su extensión. Un Estado que avance agresivamente en inserción internacional y sus empresas públicas estén realmente al servicio de la gente y no sean un fin en sí mismo, entre tantos otros pendientes. Cabe a modo ilustrativo preguntarse si precisamos de 14 ministerios que responden a intereses sectoriales, o si es razonable que un país con 3,4 millones de habitantes tenga 19 directores de higiene, cultura o turismo. Es evidente la magnitud y profundidad de la discusión que tenemos por delante, para llevar realmente a Uruguay al siglo XXI.

¿Tendremos la madurez necesaria para poner antes de todos nuestros pruritos personales, el destino de Uruguay como Nación?

Hoy estamos lejos de poder dar las discusiones mínimas necesarias, por tener de horizonte inmediato la agenda pública. Una agenda y un horizonte electoral, que poco tienen que ver con la vocación de cambio real. Hay que animarse.

(Artículo publicado en El País).

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