La realidad es que todos somos más vulnerables frente a una delincuencia que se convierte en un monstruo que lo devora todo y que parece imparable.
Hébert Dell’Onte Larrosa | Montevideo | Todo El Campo | La noche del 30 de mayo de 2024 el barrio Maracaná, en la zona de Cno. Cibils y ruta 1, más precisamente la peatonal El Ombú, fue testigo y escenario de un crimen que conmovió a toda la sociedad.
En el lugar operaba una boca de drogas y hasta allí llegó un grupo de delincuentes que sin mediar palabras disparó un mínimo de 140 tiros, según los casquillos ubicados por la Policía, y según se informó en el momento los agresores usaron unas 10 armas. Claramente el objetivo era aniquilar a la familia, y prácticamente que lo lograron.
El resultado fue un saldo de cuatro muertos de 40, 18, 16 y 11 años. La conmoción social del momento no fue el mayor ni los adolescentes -parece que socialmente ya entonces estábamos acostumbrados a que los maten, en especial si ellos o sus familias están vinculados a algún tipo de comportamiento delictivo- sino por el niño.
Los lectores quizá recuerden la indignación que se generó en el momento, alzándose voces de condena y llamados de autoridades y actores sociales para que no vuelva a suceder algo así. Todo sentimos que aquella noche se rompió un límite y el desafío era no acostumbrarnos, reaccionar, para tratar de volver a ser aquella sociedad pacífica de hace no muchos años.
Lamentablemente, la indignación pasó rápidamente y hoy no es raro leer en los diarios o escuchar en los informativos que menores de edad, inclusive niños muy pequeños, son heridos en hechos criminales en lo que, obviamente, no tienen nada que ver.
Recordemos algunos casos. En enero pasado una niña de 2 años fue baleada cuando estaba con su padre, un hombre de 21 años que murió como resultado del ataque en tanto la niña recibió varios disparos logrando sobrevivir.
Más acá en el tiempo, uno de los últimos hechos ocurrió el 17 de octubre e involucra a una niña de 10 meses que recibió un disparo en el barrio El Tobogán (zona del estadio Luis Tróccoli).
El lunes 20 de octubre, apenas 3 días después, tres personas fueron heridas en Nuevo Ellauri, las víctimas tienen 21, 19 y 12 años. Este último fue el que resultó con las heridas de mayor gravedad, permaneciendo en el CTI de un centro de salud en estado crítico.
Es evidente, que desde aquel niño asesinado el 30 de mayo de 2024 hasta hoy, no hemos mejorado en nada. Por el contrario, nuestra sociedad ha empeorado significativamente, no solo porque la delincuencia sigue baleando niños, incluso de meses, sino porque la sociedad recibe esa información y ya no se indigna.
Lamentablemente parece que nos hemos acostumbrado, lo aceptamos y si genera algún tipo de molestia, es tan fútil que se nos pasa rápidamente y nos dura el tiempo que lleva dar vuelta la página del diario, cambiar de canal con el control remoto o hacer un clic en la computadora y pasar a otra cosa. Quizás algo más trivial e insignificante que no nos moleste tanto y que no genere ese enojo incómodo que no sabemos cómo manejar porque nos sabemos indefensos, y que se acaba convirtiendo en frustración.
Mientras tanto el Ministerio del Interior nos dice que los delitos bajan, lo cual es muy curioso, porque según los datos oficiales el delito ha retrocedido desde el gobierno anterior, y continúa su descenso en este. Con tantas bajas ya deberíamos estar en la mitad que hace algunos años o cerca de cero, sin embargo, sabemos que eso no es lo que está pasando y que la realidad es que todos somos más vulnerables frente a una delincuencia que se convierte en un monstruo que lo devora todo y que parece imparable.
Las autoridades deberían dejar de anunciar caídas del delito porque ya nadie cree tal afirmación. No digo que mientan -eso sería gravísimo e imperdonable-, pero la realidad es que el miedo social es tan creciente que nadie nota ni percibe una baja en los índices delictivos. Más bien todo lo contrario, y la disociación entre lo que el gobierno dice y lo que la gente siente, lleva a un alejamiento del discurso oficial y la sensación de que quienes están para protegernos no entienden lo que en verdad está sucediendo.
Y ya no es solo Montevideo. Por mucho tiempo, si uno quería vivir en un lugar tranquilo alcanzaba con cruzar la frontera de la capital y adentrarse en el interior. Eso bastaba para encontrar una vida de andar tranquilo, de conversaciones largas, puertas sin llave y el saber que los niños, los adolescentes y los mayores -los más vulnerables- estaban seguros. Pero la delincuencia ha crecido tanto que ya no queda lugar donde refugiarse.
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