Hubo un momento, no sé cuándo ocurrió ni de qué forma, en que me di cuenta que como no ocurre en ninguna época del año, con la Navidad todos parecían más felices, con una mejor disposición para enfrentar las vicisitudes de la vida, corroborando de forma tangible que aquello de “la magia de la Navidad” que veía en la publicidad de la televisión, era real.

Hébert Dell’Onte | Cuando era niño me pasaba todo el año esperando dos momentos que para mí era de un valor invaluable: el día de mi cumpleaños y las fiestas tradicionales que comenzaban con la Navidad, pasaban por el Año Nuevo y finalizaban con los Reyes Magos.

En el caso concreto de la Navidad, me gustaba porque las semanas previas eran de preparación para el festejo y eso era un festejo en sí mismo. Al comenzar diciembre mi madre armaba el tradicional árbol que no era de plástico como suele verse con tanta frecuencia hoy, sino una rama de pino natural que a mí me parecía gigante. Lo ponía en un tacho con arena y lo llenaba de globos hechos de un material tan frágil que ayudándola rompí varios con solo tocarlos. Y había algunos que por el valor sentimental que tenían no me dejaba ni siquiera sacarlos de la caja en que estaban guardados envueltos en diarios del año anterior.

“¿Cómo va quedando?”, me preguntaba desde la escalera mientras acomodaba los adornos en aquel pino enorme que mi padre conseguía cada año con unos amigos y a quien yo acompañé alguna vez. A mí siempre me parecía que quedaba fantástico. No había ninguna posibilidad de no quedar encantado de ver cómo, poco a poco, el verde oscuro del pino comenzaba a brillar con colores rojos y plateados mientras la casa se llenaba con el olor dulzón de la resina.

Luego colocaba las guirnaldas y las luces, y por último el puntero que para mí era inalcanzable.

Así eran los comienzos de diciembre y con diciembre el espíritu navideño se filtraba en mi vida y en la de mi familia incluyendo a los abuelos, tíos y primos.

También los amigos y vecinos estaban en el mismo ritual. Aún en las casas cuyos residentes no conocía se vivía algo similar, me di cuenta de eso sin dificultad porque al igual que mi madre alguien había armado, también allí, un árbol con sus guirnaldas y luces de colores. ¿Cómo no iba a ser esa la mejor época del año?

A su vez, y aunque yo era muy pequeño y no incidía en las decisiones, escuchaba conversar a mis padres sobre qué comer, dónde pasar, coordinar con los abuelos y el resto de la familia. La mesa grande es otro recuerdo imborrable de tiempos que mantengo vivos en mi interior.

Era el único momento del año donde todos teníamos la sana costumbre -aún vigente en la sociedad, afortunadamente- de saludar por las fiestas y todos contestaban de igual modo.

Hubo un momento, no sé cuándo ocurrió ni de qué forma, en que me di cuenta que como no ocurre en ninguna época del año, con la Navidad todos parecían más felices, con una mejor disposición para enfrentar las vicisitudes de la vida, corroborando de forma tangible que aquello de “la magia de la Navidad” que veía en la publicidad de la televisión, era real.

Ya un poco más grande pensé que “si los hombres estamos mejor dispuestos al bien, es porque en estas fechas navideñas algo hay que nos lleva a eso”, y no tardé en comprender el valor de la espiritualidad. Es curioso -me dije- como de una forma u otra y sin importar lo que cada uno crea, el nacimiento del Jesús, como el de ningún otro ser humano, trasciende nuestras propias vidas nuestro tiempo y lugar. Claro, no es un humano más, lo sabemos.

Hoy, con algunas generaciones arriba, y lejos de aquel niño, sigo creyendo que ésta es la mejor época del año. Es verdad que ya no voy con mi padre a buscar un buen pino, y tampoco le alcanzo los adornos a mi madre, pero no deja de ser un momento de reencuentro con los que están, y los que no. Feliz Navidad.

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